Luego de mi boda con Olivia, y de mi luna de miel en Acapulco, llegó el otro acontecimiento más importante de mi vida: el draft de 1971.
No era un espectáculo televisado en aquella época. No había teatro, ni cámaras, ni fanáticos gritando. Para los jugadores, incluso los candidatos a irse en lo más alto, el evento consistía simplemente en sentarse al lado del teléfono y esperar.
No tuve que aguardar mucho. El teléfono sonó temprano en la mañana. Primero hablé con el entrenador en jefe de los Saints, luego con el gerente general y por último con el dueño. Los tres me dieron la bienvenida a New Orleans, y me informaron que me estaban eligiendo con la segunda selección global.
En ese draft, por primera vez en la historia, tres mariscales se fueron en los tres primeros lugares.
Lamentablemente, debo decir, ninguno de los tres pertenece aún al Salón de la Fama.
De los tres, quien más méritos hizo para obtener un lugar en Canton es Jim Plunkett, el Nº 1 global.
Pero esos méritos tardaron demasiado en llegar.
Plunkett, de ascendencia mexicana, podría haberse presentado en el draft del año anterior y así ayudar a su madre, que necesitaba el dinero. Pero él estaba comprometido con la comunidad hispana del área de la Bahía de San Francisco, y quería dar el ejemplo de que lo más importante era completar los estudios.
Se quedó entonces para su última temporada en Stanford, y no fue bueno para mí, porque me ganó en la carrera por el Trofeo Heisman de 1970.
Plunkett nunca colmó las expectativas de los Patriots, quienes más tarde decidieron apostar por Steve Grogan y canjearon a Plunkett a San Francisco.
Tras un par de temporadas con los 49ers, Plunkett fue luego reserva en Oakland, antes de que Dan Pastorini se fracturara una pierna en un juego ante Kansas City.
Plunkett, quien por entonces ya tenía 33 años de edad, ingresó al campo en lugar de Pastorini contra los Chiefs y lanzó, escuchen bien, cinco intercepciones.
Sin embargo, pese a que tenían un novato de primera ronda en Marc Wilson, los Raiders privilegiaron la experiencia y mantuvieron a Plunkett como titular. Su marca para el resto de la temporada fue 9-2. Los Raiders llegaron a los playoffs como Comodines, y se convirtieron en el primer equipo Comodín de la historia en ganar un anillo, al vencer a los Eagles en el Super Bowl XV.
Tres años después, Plunkett volvería a conducir a los Raiders a un título, con un triunfo sobre los Redskins en el Super Bowl XVIII.
Y todo había comenzado con la lesión de Pastorini, justamente el tercero de los mariscales elegidos en los tres primeros lugares de mi draft.
Pastorini tuvo un comienzo difícil en Houston, pero los Oilers fueron pacientes con él, y terminó dándoles cuatro temporadas ganadoras, incluidas dos de playoffs.
Sin embargo, el mejor mariscal de ese draft no fue uno de nosotros tres, sino uno elegido por Miami tres rondas más tarde: Joe Theismann.
Él sí podría haber terminado en el Salón de la Fama, si no hubiera optado por irse a la liga canadiense, cuando los Dolphins no quisieron darle el dinero que pedía.
Theismann regresaría a la NFL años más tarde con Washington, para romper casi todos los récords principales de pasador de ese equipo, y llevar a los Redskins a dos Super Bowls.
El primero lo ganó, precisamente ante Miami --una de esas historias en que el círculo que se cierra, algo peculiarmente usual en la NFL--, y el segundo lo perdió, frente a los Raiders de Plunkett.
Sólo una vez más, en la historia del draft, hubo tres mariscal reclutados en los primeros tres lugares. Fue en 1999, cuando los Browns tomaron a Tim Couch, los Eagles a Donovan McNabb y los Bengals a Akili Smith.
Dos de ellos, Couch y Smith, fracasaron en la NFL.
Yo también fracasé.
A grandes rasgos, debo admitir, mi historia es la historia de un fracaso.
Uno de los muchos entrenadores en jefe que tuve --en un futuro capítulo les diré cuál--, afirmó que mi carrera fue la de "un mariscal franquicia sin una franquicia".
Yo no lo veo tan así. Para mí, cada derrota de los Saints fue siempre una derrota mía.
Acepto, sin embargo, que la directiva del equipo podría haber hecho un mejor trabajo, especialmente en el draft y en los canjes.
Era sólo cuestión de acertar alguna vez, con la selección de un novato o el intercambio de un veterano. Porque dinero había. De sobra.
El dinero nunca fue un problema. John Mecom era un dueño generoso, dispuesto a invertir lo necesario para formar un equipo ganador.
La negociación con él y mi agente, para mi contrato de novato, se resolvió en una sola junta.
"Trae a tu representante y acabemos con esto", me dijo Mecom.
Mi agente y yo nos presentamos en su oficina. Teníamos en mente números tan extravagantes --para los estándares de aquella época-- como redondos: 1 millón de dólares por 10 años, a razón de 100,000 dólares por año.
Pero dejamos que Mecom hablara primero.
Nos ofreció 410,000 dólares por cinco años, con una bonificación por firmar de 160,000 dólares, y aceptamos de inmediato.
A ustedes les sonará como una baratija, comparado con las cifras que se manejan hoy. Pero les aseguro que en aquel tiempo era una fortuna.
Para darles un ejemplo: al momento de su muerte, ocurrida poco tiempo antes, mi padre estaba ganando 6,000 dólares por año.
Además, había otra razón que hacía imposible no aceptar la oferta de Mecom. ¡Era superior a lo que Plunkett había firmado con los Patriots!
De mi lado, el contrato representaba mi ingreso oficial a la NFL.
Del lado de los Saints, representaba la esperanza de que el nuevo mariscal sacara de la miseria a un equipo que venía de una campaña de 2-11-1, en la que la jugada más importante había sido una patada.
La famosa patada de Tom Dempsey.
Los Lions habían pasado al frente en ese partido por 17-16, con un gol de campo a 11 segundos del final.
El regreso de patada de salida, más un pase completo, pusieron el balón para los Saints en la yarda 45 de New Orleans.
Con sólo 2 segundos en el reloj, el entrenador en jefe, J. D. Roberts, quien hacía su debut ese día, envió a Dempsey al emparrillado.
Hoy sería impensable ensayar un gol de campo desde allí, pero, antes de 1974, los postes estaban en la línea de anotación, y no 10 yardas más atrás como están ahora.
De todas maneras era un intento exageradamente largo: 63 yardas.
El récord en ese momento era de 56 yardas.
Dempsey, quien había nacido sin dedos en la mano derecha y sin la mitad del pie derecho --el cual usaba para patear--, impactó el balón en la yarda 37 de su propio campo, y lo enhebró entre los postes del otro lado, para la segunda y última victoria de los Saints en el año.
En otras palabras, yo llegaba a un equipo que la temporada anterior había logrado solamente dos triunfos, uno de los cuales había sido gracias a un gol de campo inimaginable, convertido por un jugador que pateaba con medio pie.
Nuestro entrenador, Roberts, había sido contratado para reemplazar a Tom Fears a mediados de esa temporada de dos victorias, y su único antecedente en las filas profesionales eran tres años como asistente con los Oilers en la AFL.
Su estadía en Houston había terminado siete años atrás, y desde entonces había estado alejado de la liga, y eso lo tenía notoriamente desinformado, como descubrí en mi primer juego de pretemporada en la NFL.
Viajamos a Buffalo ese día, y O.J. Simpson estuvo intratable.
Parado junto a Roberts en las laterales, no podía dejar de admirar la forma en que Simpson estaba castigando a nuestra defensiva.
Dos veces líder corredor de la nación con USC, ganador del Heisman y primera selección global del draft del '69, Simpson estaba iniciando su tercer año en la NFL, listo para tomar la liga por asalto rumbo al Salón de la Fama.
Me di cuenta de que Roberts no estaba muy al tanto de la actualidad de este deporte cuando me dijo en las laterales: "No sé quién es ese Nº 32, pero parece un buen corredor".
Y ése no fue el único momento extraño que viví junto a Roberts.
Otro de esos momentos llegó en los segundos finales del primer partido de temporada regular.
Finalizada la pretemporada, Roberts anunció que el novato, o sea yo, sería titular desde el primer día.
Abríamos la campaña en casa, y la cosa pintaba bastante complicada. El rival eran los L.A. Rams, equipo que muchos veían como candidato al título.
Mi debut en la NFL iba a ser contra la línea defensiva conocida como "Fearsome Foursome", nada menos.
Lancé un pase de touchdown en el tercer cuarto y luego anotamos por tierra, para tomar ventaja de 17-3.
Tulane Stadium, que era nuestra casa mientras se construía el Louisiana Superdome, desbordaba de ilusión y alegría. El chico de Ole Miss estaba dándoles una lección a los engreídos Rams del legendario entrenador George Allen.
Pero el también legendario mariscal Roman Gabriel despertó en el último cuarto, y L.A. pasó al frente, 20-17.
Sin embargo, el juego no había terminado aún.
Nosotros tomamos el balón y llegamos a la yarda 3 de Los Angeles, con 4 segundos en el reloj.
Pedí tiempo fuera y corrí hacia las laterales, a platicar con los entrenadores.
Teníamos margen para una sola jugada más. Podíamos intentar un gol de campo casi automático para empatar el juego, lo cual habría sido considerado un triunfo ante los poderosos Rams --no había tiempo extra aquella temporada--, o podíamos buscar el touchdown de la victoria.
Roberts me ordenó que fuéramos por el TD, y yo le dije: "Grandioso, ¿cuál es la jugada?"
"Ni idea", me respondió el entrenador, así como lo oyen; "preguntémosle al coordinador ofensivo".
El coordinador ofensivo era Ken Shipp, quien años más tarde registraría marca de 1-4 en un breve experimento como entrenador en jefe de los Jets.
Como podrán ver, por nuestra organización no pasaba gente muy ganadora.
Shipp era inteligente, eso debo reconocérselo, y se tomaba la vida con extrema tranquilidad... lo cual no sería un defecto, si no fuera porque en ese momento estábamos en medio de un tiempo fuera, a 4 segundos del final de un partido.
Cuando Shipp, muy pausadamente, empezó a tratar de comunicarnos, a mí y a Roberts, su idea para la jugada que definiría el pleito, el árbitro nos interrumpió para avisarnos que la pausa había terminado.
Regresé al campo en reversa, mirando a las laterales, esperando recibir alguna señal. Pero Shipp seguía deliberando calmadamente con Roberts.
En la reunión ofensiva, mis compañeros querían saber qué íbamos a hacer.
"No lo sé", les informé. "No me lo dijeron".
Entonces llamé una jugada con la que me sentía cómodo en la universidad: rolar hacia la izquierda, con la opción de lanzar o correr.
Recibí el balón y salí hacia la izquierda. Tendría que haber lanzado, pero me asusté y corrí. Me golpearon en la yarda 1, justo cuando me zambullía hacia la zona de anotación. Solté el balón y lo recuperaron los Rams, pero los réferis dijeron que ya había cruzado la línea.
Ganamos, 24-20.
Y se desató la locura.
Habíamos logrado un invalorable triunfo divisional, que según los optimistas anunciaba un cambio de poder en la NFC Oeste.
Con marca de 1-0, técnicamente estábamos en la cima de la NFL.
Es por eso que New Orleans vive de fiesta. Porque cualquier excusa es buena para celebrar.
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